Víctor M. Toledo La Jornada 14 de marzo de 2023
En la actual controversia sobre prohibir o no la siembra del maíz transgénico y la eliminación gradual del glifosato, el herbicida cancerígeno que la acompaña, se pierde de vista que lo que está en juego es el dilema entre las tres maneras de generar alimentos en el mundo: la tradicional o campesina, la agroindustrial o moderna y la agroecológica. Hoy se trata de regular o suprimir los tremendos impactos negativos de la agroindustria. Ofrezco aquí una apretada síntesis de lo que T. Kimbrell llamó la tragedia de la agricultura industrial.
Los notables avances logrados durante las primeras décadas del siglo XX en la química de suelos, la genética y la creación de máquinas movidas por petróleo, fueron delineando un nuevo modelo de agricultura que superaba la productividad de los sistemas tradicionales. Estos avances terminaron por diseñar una modalidad basada en extensos monocultivos que utilizan variedades genéticas mejoradas (híbridos), fertilización química, no orgánica, pesticidas diversos (pues el monocultivo es blanco de plagas, parásitos y predadores) como herbicidas, insecticidas y fungicidas, y el uso de máquinas (como tractores y bombas para extraer agua). Este sistema alcanza sus mayores rendimientos sobre medianas y grandes superficies que implican cientos de hectáreas, lo cual contribuye a la concentración de la tierra (latifundismo) como ocurre en la mayor parte del mundo.
Hace tiempo esta agricultura industrial parecía una solución milagrosa para un mundo en rápido crecimiento, pues prometía reducir el hambre, satisfacer a las poblaciones y estimular la prosperidad económica. Sin embargo, tras varias décadas los impactos ambientales, sociales y culturales que se han ido revelando la han situado como una opción no viable en un mundo marcado por la desigualdad social, los problemas de salud, y la crisis ambiental o ecológica. Este modelo se ha visto aún más cuestionado con la llegada de los cultivos transgénicos y sus impactos sobre la salud ambiental y humana.
El modelo agroindustrial está dominado por los monopolios agroalimentarios, encabezados por seis gigantes, quienes suministran los principales insumos (maquinaria, semillas, plaguicidas, fertilizantes químicos y organismos genéticamente modificados). Estos corporativos presionan a los gobiernos para que se legisle en favor de sus intereses y se eviten reformas que reduzcan o impidan sus ganancias.
El modelo agroindustrial genera severos impactos al ambiente, pues no sólo contamina aire, suelos, ríos, lagos y mares al esparcir agroquímicos, también afecta poblaciones de plantas y animales, deforestación, reduce la variabilidad genética de los cultivares y usa enormes cantidades de energía fósil. Se estima que se requieren ¡unas 10 calorías de energía fósil para producir una sola caloría de alimento!
Para aumentar la tragedia, la agricultura industrial genera la mayor destrucción de la biodiversidad. Los monocultivos transgénicos (soya, maíz, algodón, canola), alcanzan ya 190 millones de hectáreas (superficie similar a la de México), y en Sudamérica, con la mayor riqueza biológica del planeta, rebasan 80 millones, desde el norte de Brasil hasta el sur de Argentina pasando por Paraguay, Bolivia y Uruguay. Por otro lado, existe consenso en que la emergencia climática es la mayor amenaza a la seguridad alimentaria mundial y que, a su vez, el sistema agroindustrial es uno de los principales inductores de la emergencia climática. Una suerte de nudo perverso. La crisis climática impacta con distintos grados la producción de alimentos, obligando a agricultores, ganaderos, pescadores y acuicultores a adoptar medidas de emergencia. Aquí el fenómeno del deshielo es el más preocupante, pues de las nieves depende el abasto del agua que cada año alimenta los ríos que son la base de la agricultura de riego, de mayor productividad.
Como contraparte, la modalidad agroindustrial emite entre 25 y 40 por ciento de los gases de efecto invernadero (bióxido de carbono, óxido nitroso y metano). Los monocultivos, el eructo de las reses, los fertilizantes químicos, la maquinaria pesada y otras tecnologías dependientes del petróleo contribuyen en gran parte, pero también el transporte y la transformación de los alimentos por el excesivo uso de empaques, procesado, refrigeración y el movimiento de los alimentos a grandes distancias.
Dato poco conocido: la producción industrial de alimentos se basa en la especialización, donde un cultivo exitoso es el que alcanza máximos rendimientos y, en consecuencia, máximas ganancias (agronegocios). Por ello la parcela se vuelve un piso de fábrica. Esta modalidad cubre ¡75 por ciento del área agrícola global! que realiza tan sólo 8 por ciento de los propietarios. El otro 25 por ciento lo cubren los agricultores tradicionales (campesinos) representando a 92 por ciento de los productores y que, según la FAO, son los que generan todavía la mayor parte de los alimentos en el mundo.
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